La ciencia y la lectura: historia de dos sentidos


“La lectura es un gimnasio para la mente”, dice Ignacio Morgado, catedrático de psicobiología y director del Instituto de Neurociencias en la Universidad Autónoma de Barcelona.

Para que unos (¿simples?) símbolos lleguen a contener vidas, ideas y mundos, para que puedan ser primero almacenados y luego compartidos, algo tiene que suceder en nuestros cerebros que permita ese torrente. “Cuando estás leyendo”, prosigue Morgado, “tiene que activarse la corteza occipital, la responsable de la visión, pero también la auditiva, que permite rememorar los sonidos. O las áreas relacionadas con la memoria. ¿Cómo si no vas a poder evocar episodios y emociones que se relacionan con tu propia vida?”.

Alejada durante mucho tiempo de estos procesos, la investigación científica ha tratado de acercarse en los últimos años a ellos. (Y, como veremos, también ciertos proyectos han tratado de acercar ciencia y lectura desde las humanidades). Muchos de ellos han tratado de ver qué sucede en el cerebro mientras leemos. Para ello se usan pruebas de resonancia magnética funcional, una suerte de escáner que detecta en directo el consumo de azúcar en cada zona del cerebro. En una relación lógica y, en general, bastante consistente: cuanto más funciona un área, mayor es la demanda de energía y mayor su consumo.

Algunos de esos estudios han visto que cuando leemos palabras asociadas a olores intensos se activan las áreas cerebrales relacionadas con el olfato. Que cuando un personaje realiza alguna acción, nuestro cerebro la remeda en la región responsable. Que cuando leemos palabras como chupar, agarrar o pegar una patada, se activan respectivamente las áreas de la corteza premotora relacionadas con la cara, con los brazos, con las piernas.

(Que no hay un espíritu de la lectura; que todo lo que es comunicado, interpretado o revivido tiene forzosamente su neuronal correlato).


Imágenes de resonancia magnética indicando zonas cerebrales activas al leer textos de ficción y no-ficción / Soc Cogn Affect Neurosci


Este tipo de pruebas son complicadas de analizar y no son la panacea de la fiabilidad. Sin embargo, Morgado lo tiene claro. “Es cierto que, aunque es lo mejor que tenemos, no es la prueba más rigurosa. Pero los estudios se van acumulando y replicando y eso incrementa la confianza. Además, sabemos ya mucho sobre el funcionamiento del cerebro y lo podemos aplicar a estas investigaciones. Por ejemplo, no hay muchos experimentos sobre la evocación de memorias con la lectura, pero hay muchísimos sobre qué pasa en el cerebro al evocarlas. Y además podemos correlacionar los datos con las experiencias personales”.  

Algunos de los estudios más conocidos sobre la lectura son también de los más polémicos: afirman que leer entrena y mejora la empatía.

El experimento más famoso se publicó en el año 2013 en la revista Science. En él se daban a leer textos considerados como alta literatura (Alice Munro, Don DeLillo, Chéjov o Lydia Davis) o literatura “popular” (Danielle Steel, Dashiell Hammett o Rosamunde Pilcher, entre otros). Después de hacerlo se les pasaban diversos tests para valorar lo que se conoce como teoría de la mente, la capacidad de entender las emociones o intenciones de los otros, y que está ligada en gran parte al concepto de empatía.

Los resultados mostraban que la considerada alta literatura mejoraba de forma discreta pero evidente las puntuaciones en las pruebas. O lo que es lo mismo, que la lectura de una ficción profunda, compleja, mejoraba la empatía.

Aunque el estudio no está exento de críticas. Algunos lo han cuestionado por incluir pocos voluntarios, porque pertenecían a un ámbito muy concreto (eran estudiantes de Harvard) o porque otros investigadores no consiguieron replicar los resultados (los autores se defienden argumentando que en este caso las lecturas eran a distancia, en una pantalla, y que el tiempo de lectura había sido considerablemente menor antes de las pruebas). Por otro lado, otros estudios habían alcanzado resultados parecidos tras leer por ejemplo La dama del perrito, de Chéjov. E incluso la lectura de Harry Potter parece disminuir los prejuicios frente a inmigrantes o refugiados.


"Libros de ciencias y letras" / Izaskun Villar, Dixit Ciencia


Morgado reconoce que no hay unos tests de empatía absolutamente fiables y universales, pero en su opinión la lectura sí tiene tendencia a mejorarla. “La lectura te incita constantemente”, afirma. “La ficción te presenta continuamente las consecuencias de los comportamientos y además te permite conocer las experiencias de otras personas cuando han tenido que decidir. Eso ayuda en el proceso de toma de decisiones”.

Lo que no tiene tan claro es su universalidad, que la capacidad de transformación sea radical o la distinción abrupta entre alta y baja literatura.

Hay muchas variables personales que unos pocos trabajos no pueden abarcar”, afirma. Para los autores del trabajo en Science, la alta literatura se caracteriza por “la complejidad de los personajes, que se rebelan a ser estereotipados. Eso obliga al lector a hacer un esfuerzo para entenderlos como individuos únicos, y esa es probablemente la causa de los resultados que encontramos”. Morgado no establece una línea tan clara, y sostiene que incluso una literatura más simple, en el momento y circunstancias adecuadas puede tener una repercusión en el pensamiento.

En el trabajo también se incluyeron textos de no-ficción que no alteraban la empatía. Pero eso no significa que no tengan también beneficios.


La no-ficción y los seres narrativos


En principio, un ensayo no tiene la riqueza y complejidad emocional de una novela o un relato. Pero que no entrene la empatía no significa que no tenga otros beneficios. Por un lado, obviamente, los culturales. Pero también parecen aumentar la reserva cognitiva, una suerte de “colchón” neuronal que protege y difiere los síntomas de un posible deterioro o demencia.


Ignacio Morgado, director del Instituto de Neurociencias de la Universidad Autónoma de Barcelona


Aunque no hay ensayos clínicos al uso (no parece muy viable controlar a un grupo amplio de voluntarios para que no lea nada que no sea ficción durante años), hay algunas evidencias indirectas. Por ejemplo, en enfermos de esclerosis múltiple, mayor era el tamaño del hipocampo (asociado a la memoria) cuanto mayor era su hábito de lectura general a los veinte años. Y también está el estudio de las monjas, en el que se pudieron consultar los diarios a los veinte años de casi 700 religiosas que habían donado su cuerpo a la ciencia: las que tenían un lenguaje más rico de jóvenes presentaban menos signos de demencia.

Ahora bien: ¿es esto causa o consecuencia? ¿Son los cerebros más capaces los que tienden más a la lectura? ¿O es esta la que los conforma como más capaces? Probablemente, y entre otros factores, haya algo bidireccional ahí. En cualquier caso, Morgado tiene claro que “en personas mayores la lectura es muy recomendable. Quizá no para aumentar capacidades, pero sí para no perderlas. La activación de memorias es un ejercicio fantástico para ellas”.

¿Somos, entonces, seres narrativos? “Absolutamente”, contesta. “Me atrevería incluso a decir que la función principal del lenguaje no es la comunicación, sino la representación en la mente del mundo exterior. O si no, prueba a intentar un pensamiento complejo sin utilizar el lenguaje”.


(prueba)


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Esto es una parte de lo que la ciencia dice sobre la lectura. Pero hay otra flecha en esa dirección, la de las humanidades que la estudian incorporando y proyectándose hacia la propia ciencia.


El proyecto Ilicia: la ciencia inscrita en la literatura


Hace casi 60 años que C.P. Snow habló de la tercera cultura, un alabado intento por acercar los mundos de las ciencias y las letras, las tradicionales “dos culturas”. Pero “a mí siempre me ha parecido un término compasivo”, afirma Amelia Gamoneda, profesora de filología francesa en la Universidad de Salamanca. “Se suele hablar de que la ciencia es la que tiene que acercarse y rescatar a las humanidades, pero en mi opinión son estas las que tienen que rescatarse a sí mismas. Y para ello necesita reconocer qué instrumentos de la ciencia le son útiles para seguir pensándose”.

Gamoneda es la promotora del proyecto Ilicia (Inscripciones Literaria de la Ciencia), que busca renovar las humanidades incluyendo e implicando saberes más propios de la ciencia. “Empezó hace diez años”, explica, “con la convicción de que tenemos mucho que perder si no nos acercamos a ella”. El equipo incluye personas formadas en filología o teoría de la literatura, pero también en matemáticas, ciencias cognitivas o incluso neurólogos. Y siempre teniendo en cuenta que “nosotros estudiamos objetos literarios, no científicos”, puntualiza Gamoneda.


Amelia Gamoneda, promotora del proyecto Ilicia


En algunos de sus textos estudian la relación entre literatura y ciencia diferenciando entre una influencia externa, más explícita, y otra interna, que actúa desde el núcleo de su estructura. Ejemplos de la primera son, por ejemplo, las numerosas menciones en la literatura a teoremas matemáticos como el de Fermat o la poesía científica del siglo XVIII con Jacques Delille. Pero “muchas veces se influyen en ambos sentidos”, reconoce Gamoneda, quien menciona los casos de Balzac y la biología —donde esta se “narra y se describe y a la vez estructura la obra”—, de Goethe en Las afinidades electivas —“que establece las relaciones entre personajes en base a los principios de la química” —, de la obra de Borges —“quien menciona frecuentemente conceptos científicos y donde la narración está a veces estructurada por la propia ciencia, como en El jardín de senderos que se bifurcan”— o la poesía de Clara Janés —“en la que resulta clave la presencia de la física cuántica”—. Incluso las obras de Edgar Allan Poe, Tolstói o Dostoievski tienen “una gran presencia matemática”, asegura Gamoneda.

Estos análisis se engloban dentro de uno de los términos clave en el proyecto, el de epistemocrítica, o “el estudio de cómo circulan los saberes —incluidos los científicos— en las obras literarias y cómo las dinamizan”.

“Las nuevas teorías sobre la lectura están todavía definiéndose”, explica, pero implican a “la psicología cognitiva, a la neurobiología y a la filosofía para mirar a los textos literarios”. Uno de los temas en los que están más interesados es en la lectura poética como “reactivación de procesos inhibidos por la lectura experta”. Esto es: cuando afrontamos un texto lo hacemos queriendo comprenderlo, y nuestra experiencia como lectores nos da una idea rápida de lo que contiene. Pero la aproximación poética (que no quiere decir únicamente poesía) descompone el proceso, “y eso lo acerca a los saberes de las ciencias cognitivas”.

Es algo similar, apunta Gamoneda, a los estudios del neurocientífico Semir Zeki sobre el arte contemporáneo. “En la pintura moderna, algunos artistas seleccionan el trabajo de algunas áreas cerebrales, como las relacionadas con el color o la dirección de las líneas, inhibiendo al resto. Eso es algo que nos ofrecen, por ejemplo, las metáforas”.

Para Gamoneda la metáfora “es base del pensamiento humano, pero hay que entenderla como proceso de este, no como adorno u ornamentación. Entendemos el mundo encontrando patrones y localizando desviaciones, y ese es el procedimiento básico de la metáfora”. Si los lingüistas Lakoff y Johnson las ligaron al término de “racionalidad imaginativa” para valorar su consistencia lógica, Gamoneda apunta que “nos sirven tanto para el conocimiento básico como para el creativo, porque permiten ampliar la categoría de un concepto y hacerlo entrar en relación con otros”.

De hecho, los propios científicos están constantemente narrándose sus avances y empleando metáforas en sus experimentos y descubrimientos. ¿Hasta qué punto sirven de ayuda, de empujón o de condena por anclarse en imágenes no siempre completas y acertadas? “Es el gran debate de la filosofía de la ciencia”, reconoce Gamoneda: “¿Puede una metáfora guiar un modelo científico?”

En su opinión, la ciencia solo admite a la metáfora como desencadenante del avance científico, pero esto es porque “no la considera parte del proceso cognitivo, sino solo una ornamentación, y esa es una noción anticuada de metáfora. Obviamente que la ciencia tiene sus instrumentos y que no debe prescindir de ellos, pero se equivoca incluso en la valoración final cuando asume que un modelo tiende a ser más acertado si es más simple, más armonioso. Esos son valores clásicos de belleza, no son los valores contemporáneos, estos ya no son la regularidad, la armonía o la simplicidad. Y además son cambiantes, pero la ciencia no parece conocerlo. La convergencia entre la ciencia y la metáfora no tiene que estar en la belleza, tiene que estar en el conocimiento”.


La brecha entre ciencias y letras


Si tanto se relacionan, ¿por qué han estado y siguen tan separadas las ciencias y las letras? (¿Qué es, en puridad, ser de ciencias o de letras?) ¿Qué decir a quienes desdeñan la literatura por ser un “saber blando” o a las ciencias por rígidas y “deshumanizadoras”? “Que ambos están equivocados”, sentencia Morgado. “Que no existen compartimentos estancos para pensar la ciencia o para pensar la literatura en nuestro cerebro”, sostiene Gamoneda, para quien la sociedad y en cierto modo la tecnología han contribuido a separarlas. Sin embargo, “pensar al ser humano hoy significa pensarlo en toda su extensión. Eso implica a las humanidades y también, necesariamente, a la ciencia”.


La brecha entre ciencias y letras / Luis Demano, Agencia Sinc


“Una gran responsable de esta brecha ha sido la educación”, sostiene Morgado, para quien “el problema es de los métodos, que cuando no son eficaces culpabilizan a los niños, especialmente en materias como las matemáticas. Yo estoy radicalmente en contra de separar a los niños en ciencias y letras, por lo menos hasta la universidad. Ofrecerles una cultura universal que incluya ciencias y letras es completar lo que debe haber en la mente de cada uno de nosotros para poder disfrutar al cien por cien de las cosas de este mundo”.
 

Y concluye: “La educación debe ser el gran ecualizador”.




Jesús Méndez (@jesusmendezzz) es médico y doctor en bioquímica. Desde hace unos años se dedica en exclusiva al periodismo científico. Cofundador de la asociación Dixit Ciencia, colabora con numerosos medios impresos y digitales. Ha recibido varios de los premios más prestigiosos de periodismo científico concedidos en España, como el Premio Prismas Casa de las Ciencias, el Premio Concha García Campoy o el premio Boehringer de Periodismo en Salud, entre otros.

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